imagen: Imilce
Nace la vorágine que muere
contra la espalda.
Y regresa el sosiego. Los extrarradios disipándose cada
vez más de las ciudades. Lejos de las células escurridizas por doquier. Microscópicos danzando a
compás, bailando sobre el aire exhalado, tranquilo ya. Huidizos de la misantropía, buscando piel cuando el
día acaba, y empieza la segunda parte del atardecer.
Mira la soledad acompañada, existe, es posible, lo es. No renueva el aroma abandonado en las sábanas, perdido como paquete de mudanza. Nadie se lo llevará. Es una herencia petrificada, castigo de carne de motel. Un sueño, una mentira, un adiós, un destrozo, un agujero, un desgarro, un bisbiseo, un desdén. Después, un mar volviendo a lo que fue su precipicio, destronado y devuelto. Y tras la vorágine, las olas regresan en diferentes vientos.
Mira la soledad acompañada, existe, es posible, lo es. No renueva el aroma abandonado en las sábanas, perdido como paquete de mudanza. Nadie se lo llevará. Es una herencia petrificada, castigo de carne de motel. Un sueño, una mentira, un adiós, un destrozo, un agujero, un desgarro, un bisbiseo, un desdén. Después, un mar volviendo a lo que fue su precipicio, destronado y devuelto. Y tras la vorágine, las olas regresan en diferentes vientos.
Entran ellas
y abren las ventanas como se abre mi piel con el deseo. Es la distancia de tú y yo que choca contra mi espalda, el contacto no cumple su misión. Y
desaparece.
No es demasiado tarde,
ni demasiado pronto, ni demasiado en ningún caso.
Sólo es caminar sobre
cristales, con zapatos abrochados hasta cortar la sangre, para recordar que viva, roja y caliente,
circula. Con o sin ti. Conmigo y tú. Contigo y yo. O yo entre partículas, sin más.