domingo, 8 de mayo de 2016

Suenan las olas


                                                             IMAGEN Imilce

Era el estado de inocencia que se perdía, se hacía mimetizar a la nada A-B-S-O-L-U-TA. La inocencia que da paso a la realidad que abraza.
Se llamaba... da igual, pero se llamaba Amelia. Y era cristal.
Vivía acompañada de olas, sal, vientos de arena. Macetas de interior. Y tocaba la guitarra igual de bien que los dioses hacen el amor.
Se decía cada día que no sería una historia más, que no serían dos, que esta vez se dejaría amar y comprendería, oh sí, sabría bien qué era aquello de morir cada día si el amor no está.
Si su amor no estaba.
Ella acariciaba la piel morena de él, en el murete de la playa mientras veían pasar los barcos.
Y soñaban.
Y se decían frases irrepetibles. Ellos no se parecían a nadie, porque eran ellos y ya está.
Y soñaban.
Y se miraban mientras las olas destrozaban la costa y los peces desangrados en los cubos de los pescadores cerraban la visión, para nunca más.
Y se querían con sinceridad, a medias y completa que la edad y el tiempo les había dejado.

Amelia, que había estudiado en sus años con Don Odio y Señora Mentira.
Amelia que había llegado a odiar tanto, que un día sintió miedo de que la rabia se la comiera por dentro.
Y sin embargo ahora, regaba sus plantas mientras miraba por la ventana de la alegría. Sin más. Sin más, sin más. Y sonreía. Y sus plantas se alimentaban de su sonrisa. No había consumido sus años: Aún le quedaba vida.