Nuel vivía detrás de un cuadro. Escrutando cada paso que otros daban. No siempre era el mismo, a veces era un niño de ojos perdidos, otras un bodegón de frutas o flores secas. O imposibles paisajes, habitados por personas dedicadas a la recogida de verdura, envueltas en tranquilidad y naturales de quién sabe dónde, porque son los horizontes que sólo existen en los sueños. Porque la perfección absoluta solamente está en los cuadros. Y en la música.
Tras las pinturas, Nuel vivía en intranquilidad continúa, pues
protegía cada una de las vidas o formas retratadas, alejando a cualquier
intruso que quisiera importunar el color o la sombra de las láminas.
Con
el tiempo, Nuel fue perdiendo vista, olfato, sentido, pasión.
Entendimiento. Y un día, sin darse cuenta perdió el aire, y se dejó morir. En
aquel entonces, custodiaba la imagen de una mujer sentada en una vieja estación
de tren, sostenía en sus manos un reloj de cadena sin números ni manecillas,
tan sólo el símbolo de lo infinito. Pero a pesar del espesor de la
soledad, la mujer sonreía y la vida hervía en sus ojos, pues ella miraba
únicamente a través de los suyos.
Si
Nuel hubiese mirado aquel cuadro, en vez de dedicarse a cuidarlo, quizá podría haber entendido, que el tiempo no
era de otros, tan sólo suyo.
Si hubiera vivido delante de los cuadros y no detrás, habría sido dueño de sí mismo.
Si hubiera vivido delante de los cuadros y no detrás, habría sido dueño de sí mismo.